miércoles, 7 de octubre de 2009

LUCHAR, Y VIVIR


Y el papel en blanco, de nuevo, me brinda una oportunidad. El día estaba húmedo, las nubes dejaron paso a la negrura, y todo estaba sembrado en el horizonte, a lo lejos. No diré que volé, tan sólo hablaré del viento. Como todos nos paramos en otoño, no sabemos bien si Enero trae consigo la vida en un día sin el sol alumbrando las esquinas. Pero antes, tan sólo unos meses antes, la vida es un copo de nieve imaginario en lo más profundo de la mente. Al final, la música no suena. Los besos son escombro tirado frente a una vieja carretera, y todo está limpiándose de vasos vacíos, y el suelo conserva los recuerdos de pisotones con zapatos de tacón. El alcohol, el viento no se nota, y el frío es simplemente una sensación más. Cuando la luna es reina de la vida, aparece un tipo amarillo vigilando la distancia. Casi me duermo acostado en la pared, casi apago la brisa con los dedos, y casi sueño con romper un vidrio que roza una pared sembrada en un suelo frágil. Hace tiempo que no viajo lejos, y que no veo el sol de medio día. Las estrellas parecen inmensas, y el fuego se expande alumbrando la oscuridad. No busqué nombres, ni silencio, ni siquiera manchas en mi ropa. Mi mirada no es reina de un recuerdo, mi cabeza no sabe llorar, mi espalda parece que tirita, acompañada de mis noches en vela. Tiré mi vaso a la basura, y recogí mi vida en un cenicero. La inmensidad era tan grande que no pude respirar, y me acosté en un viejo sofá. Volví a mirar al cielo. El hambre recorrió mi cuerpo hasta dejarlo seco. La luna era una cara sonriendo, llena, llenada de llantos, de deseos flotando en la penumbra, y de suspiros que viajaron hacia el cielo interminable. Una canción se oye cerca de una vieja esquina, y tengo que sentarme. La tristeza no me invade, pero pienso demasiado en llorar. Porque la vida a veces es pasto de cabras enloquecidas, que piden su aliento a un tipo extraño. Aunque yo entre en un gabán, mi rareza no se vale de motivos serios, pues no me agrada ver que todo está demasiado diferente. Y vuelvo a cerrar los ojos, como si mi vida se tratara de una lucha contra mis sentidos. Pero no volví a llorar por mí. Al echar la vista al frente, no pude evitar caerme abajo. Aquel frágil niño sentado en una silla itinerante, pues sus piernas hacía tiempo que se habían marchado. Y unos guantes de boxeo en la punta de sus brazos, como hablando de lucha, contra la vida. Contra todo, mientras llora.

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