martes, 2 de junio de 2009

CUANDO EL TIEMPO YA NO IMPORTA


Puede ser que nunca me halla sentido capaz de ser un tipo despreocupado. Siempre me ha invadido la melancolía de los recuerdos, he herido cualquier frase por plasmar mi pesadumbre, he llorado ante un suspiro acompañado de risas lamentosas. Cuando me dijeron que la vida se acaba, no supe reaccionar. Sencillamente miré hacia delante, esperando encontrar un cierto toque sin misterio en la pared. La verdad es que nunca supe guardar la compostura. Cuando amé solté mi pasión como una bomba, cuando lloré nunca tuve la valentía de admitir que no había razones. Simplemente he sido un tipo solitario, vagante y escuálido, lamentando mientras mis rasgueos se acompañan de heridas en las yemas de los dedos. Y la brisa, dichosa brisa veraniega que inunda mis palabras, las recoge con pequeños trozos de saliba, y las lleva hacia donde la mente nunca alcanza. Mientras tanto, al lado de un mar solitario, mi imaginación hace pequeños cuadraditos de nubes alisadas. Si comiera igual que sueño, sería demasiado grande. Cuando me acuesto ante el rugido de las hojas me siento parte, un ente cercano al dichoso lamentar de los semáforos, a la ruin palidez de los pasos de cebra. Las farolas que se caen con el paso del tiempo, una vieja mansión abandonada inunda mi vista casi a ciegas. Los árboles callejeros plantados sin pudor, llevados en peso hacia un lugar no previsto. Se sienten extraños, vaguean ante luces de mañanas milimétricas, y pasan de largo ante el tranvía solitario. Mueren los que piensan que la vida no se acaba, viven los que sufren por morir en solitario, lloran los que piensan que sus mentes se han secado. Cuando el cielo es un dios lejano, poniendo el humo como un corazón que se destroza por el grito de una anciana moribunda. Callendo en picado, como niños en un desierto, o flores en una hoguera. Mientras la calle se abre paso por mis zapatos, una gaviota se posa en un tejado, grita al cielo desesperada. La poesía de las gaviotas que lamentan agotadas, que se ríen falsamente. Se sienten lejanas a un mundo humano, y piensan demasiado. Lloran por volar y perderse, encontrando miradas de desprecio, y cazadores de domingos que juegan con sus almas. Moribundo camino que yace entre mis piernas, entre flores y desechos de una ciudad ya cansada de molestar. El pie derecho empuja al cuerpo, mientras el izquierdo lucha por recuperar la compostura. Mientras camino, como no, lamentando. El alma de la gente que sonríe falsamente parece verse entre sus ojos, y me callo. Hacia delante, no miro el pasado. Y veo un recoveco en un viejo club que contiene un escenario y una barra. Mientras miro el espectáculo, la camarera me ha mirado, un sueño me ha invadido un recuerdo borroso, el taburete de detrás lucha por mantenerse en pie, un viejo a mi lado eructa sin pudor, otra camarera sube andando hacia la cocina, el escenario parece un monte que canta y baila. Y yo, mientras bebo por consolarme, lanzo una mirada al vacío. Y una mosca se posa en mi cigarro. La espanto. Un temblor me hace levantarme, y sueño con volver a ser un tipo despreocupado. Mientras un hilo de luz me deshace la garganta, y el sueño de un tipo imaginario me hace ver la realidad. Mientras silbo, un golpe aparece en mi cabeza. Cuando el suelo es pasto de mi cara, me relajo y siento, sin más. Cuando el tiempo ya no importa, y la vida es un viejo solitario que abarca entre sus cejas unas gafas rotas, riendo por complacer el dolor.

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