sábado, 30 de mayo de 2009

VISTA AL FRENTE


Al acabar la jornada me dedicaba a mirarme el ombligo, como de costumbre. En el vagón del metro se veía un poco la vida, mezclada entre unos cuantos barrotes enrobinados del uso diario. Miré hacia arriba, jamás había visto tantos chicles juntos. En un segundo pasé desapercibido. Me entró un sentimiento de pánico al observar la rutina. No pude ver más. Mi mujer estaría esperándome en casa con el típico camisón que quitaría la sensualidad a cualquier modelo. Mi pecho se asentó. Se paró el tren, me entretuve mirando el cristal. Olvidé bajarme. Me había pasado la parada. “¡Demonios!” grité a todo volumen. Me serené un poco y esperé a llegar a la próxima. Bajé y me dirigí al andén que iba en sentido contrario, o en principio era lo que pensaba hacer. No se muy bien cómo pasó, pero al rato me encontraba en la calle, en un lugar donde nunca antes había estado. Vi un local llamado The night is blues. Ya sólo el nombre me produjo bienestar. Entré con la mano en la cartera. Sólo encontré a un par de viejos al fondo de la barra. Detrás de ella no había nadie. El sitio estaba decorado como aquellos bares de los cincuenta, con la pared llena de cuadros de cadillacs y gibsons amarrándose entre sí. Me senté en uno de los rojos taburetes que había clavados al suelo junto a la barra. Esperé un rato y apareció un tipo parecido a cualquier cincuentero apasionado por Jerry Lee Lewis. Me sirvió un vaso de ginebra londinense. Recordé una vieja canción de los Burning, me sentí bien. Saqué de mi bolsillo un paquete de cigarrillos negros y encendí uno mientras le ofrecía otro al camarero. Me puso cara de afirmación y se lo encendió con uno de esos mecheros de cuerda y gasolina.

-Me llamo Marti- dijo. Me puse a inspeccionar el lugar con la pupila, y me fijé en un pequeño detalle de la cafetera. Una frase decía: “El café es amargo, basta con echarle azúcar para endulzarlo”. Me vino a la cabeza la imagen de mi vida como café sin azucar. Hablé con el camarero acerca de unos años pasados por separado llenos de sexo, alcohol y muchas drogas. Miré hacia el techo, uno de esos ventiladores oxidados giraba moribundo. La ginebra me nubló la visión, y entonces fue cuando ví la vida pasar. Y me entristecí. Volví a casa. Cuando llegué al rellano llamé al timbre. Abrió mi mujer, me pegó un guantazo. Quise reaccionar, pero sencillamente me fui de aquel apestoso lugar. Me siguió hasta la calle, me pidió perdón, me aulló por detrás. Sencillamente estaba cansado. No quería volver a sentirme acabado. Levanté la cabeza y la luna me sonrío tenuemente. Y parado, al lado del tranvía, conseguí sentarme en un banco. Sin embargo, no encontré nada que hacer. Tampoco sabía donde ir. Mi vida no respondía. Sencillamente me acosté. Rompí un vaso en el suelo, lamí el asfalto con suave menosprecio, me rendí en la calle por vaciar mi estigma, y me volví a meter de lleno en la costumbre. Mientras, el viento pasaba sin dejar descanso en su camino, y el cielo estaba tan negro como la calle. Después de un rato ya no se veía nada, mi mente se borró, y cuando miré al frente mi alma se fue portando la vida.

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