jueves, 14 de mayo de 2009

GIGANTES DE BRONCE


Roto, roto, roto. Gritaba en una esquina desecho, un pan bajo el brazo. Cigarrillo en mano, efectos trágicos. Allegados todos, mirando, alcanzando la vista a malas penas, se enteran, se duermen, defecan, maltratan con sudor sus pobres cabezas. Salió por el callejón andando como un pobre clochard condenado a ser vanamente una escoria. Una rutina hecha trizas, un albergue de miseria, un charco que retrata su cara, y vagamente le dice que es hora de ducharse. El agua ausente, sí, cómo no. Estaban ya hartos los vecinos de su presencia cerca del mundanal ruido. Él pidiendo a gritos imaginarias oportunidades. Y observaba aquella farola en la que ponía: "Rubén y Michelle". Y durmió observando el cielo. Y se pudrió mientras soñaba con un amanecer tras una ventana, mientras una imaginaria sábana blanca le cubría la espalda. Y durmió, durmió como un tronco, se inspiró entre basura y un montón de escombro de una obra cercana. Una colilla tirada en el suelo le albergó un futuro fumador. Una botella de whisky barato le rompía los dientes mientras él rompía un viejo cubo de basura. Y se levantó, en busca de Rubén, o de Michelle, soñando con volver a recordar su presencia pasada. Sí, él estuvo con ellos en el momento que escribieron esa frase en la farola. Eran un par de treintañeros deshechos del fracaso, monotizando su vida como tristes agujas de reloj. Y se veían como anclados. Allí estaban, ruborizando la cara de Abelardo, aquel clochard hecho trizas. Trajeron un trozo de pan con aceite y empaparon sus manos con vino dulce. Rieron y lloraron, mientras las primeras gotas de lluvia empezaban a caer. Rubén le dió a aquel hombre su gabardina, hacía frío y el cartón haría el resto. Y entonces, mientras yo estaba apoyado en mi balcón, asomado y divisando la escena, aquella pareja aparentemente inofensiva se vio obligada a darle la mano a Abelardo y salir corriendo de aquel lugar. En un último movimiento, Rubén le dio una patada a la farola. Abelardo estaba en el suelo, no parecía moverse. Parece que su hígado ya no daba más de sí. Entré en mi casa y hable con mi mujer. Poco después se olló una sirena. Y no había más que una vieja farola señalando vagamente una historia que fue narrada en palabras de chico joven. Y hablando y hablando, me dirigí hacia la acera. Y ahí volví a ver la farola: Rubén y Michelle...Abelardo y Michelle. Parece que el aprecio que sentía Michelle por su hermano era demasiado grande, pero no pudo remediar su derrota. Fue su causa, su consecuencia, y, al cabo de un rato, comenzó a llover. La tinta se mojó, y un rayo iluminó vagamente aquel oscuro callejón. Y temblé.

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