jueves, 30 de abril de 2009

DELIRIOS DE UN SUICIDA


Al lado de la cafetera se oía resonar una vieja canción. Mis brazos estaban manchados de aceite derramado en el marmol de la mesa. El cuchillo permanecía en frente, como si nada hubiera pasado, mientras la sangre se derramaba por mi costado. Un leve crujido me impulsó a levantarme. Ví el cadaver en el suelo, parecía que aún dormía. Lo levanté con desprecio y me dirigí hacia el coche. Mientras lo posaba con agonía en el maletero se oyó un ruido en la calle. Simples coches de madrugada, camioneros agotados con la sórdida compañía de una vieja cinta de gasolinera y cientos de productos almacenados. Me aparté el flequillo de la cara con un suave gesto y lo manché de sangre. Me deshice de mi camiseta rasgándola con las uñas. Subí al coche. En la guantera tenía compactos de Black Sabbath y The Who. Apagué la luz de cruce, no veía absolutamente nada. Pero, qué demonios, mi intuición siempre fue excelente, además de haber estado los últimos treinta años deambulando por este pueblucho de mala muerte. Me introducí, por fin, entre los matorrales, y tras caminar unos cuantos metros con el cuerpo en los hombros ví el barranco. El mar estaba tempestuoso, y el cielo auguraba un presagio de futura llovizna. Tiré el cuerpo y me sacudí las manos. Al hecharme hacia atrás ví como mi vida se posaba en una cuerda floja. Me arrodillé y blasfemé a todo volumen mirando hacia el cielo. Las primeras gotas empezaron a mojarme la oreja. En dos minutos estaba lloviendo a mares. La sangre se limpió, y me acosté entre los matorrales para sentirme más parte de este asqueroso mundo. No se veía nada en el mar, sólo olas furiosas que amenazaban con escupirle a la orilla. Una tenue luz se divisaba justo frente a mí. El faro mandaba señales de guía para barcos desnudos en la llanura blanda. Empecé a rodar, mis pies fueron los primeros en quedarse supendidos en el aire. Mi cuerpo parecía un colchón disecado. El mar me acogío, mis lagrimas se mezclaron con sal. Sin ver lo que pasaba cada vez me sentía más debil, mis pulmones no respondían. Entonces ví una cara, me hablaba balbuceando. Me dijo que él no era Dios. Me habló de mis padres, me insistió en mi falta de cordura. Me habló de mis suegros, mi chica permanecía llorando mientras me pedía explicaciones por haberla matado. Yo no quería hacerlo, fue un simple agobio encerrado en mil detalles alocados. Entonces sentí una bofetada, y desperté entre arena y babas marítimas. Una joven socorrista me devolvío la respiración. La arena estaba mojada de la lluvia. Empecé a toser como nunca, mis entrañas parecían escapar por mi nariz. Alguien me cogió por detras las manos, sentí el tacto del metal. Se oyó una voz: "Queda usted arrestado por el asesinato de Micaela Jiménez, tiene derecho a permanecer en silencio...". Conseguí meter a la celda un revolver. Cuando se fue el guardia enganché el gatillo. Los sesos se pegaron a la pared, y me acosté suavemente para disfrutar de mi último sueño, mientras balbuceaba con desprecio mis últimas palabras.

1 comentario:

  1. Un tema macabro pero con esos toques suaves que tú sabes darle, un amplio vocabulario y esa magnífica expresión, hacen de su lectura un viaje inesperado.
    Manejas la escritura y la música como un halcón el arte de volar.
    Continuo por tus demás escritos ya que he estado un poco perdida y ando algo atrasada.
    Saludos querido Trovador.

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